Ya
han salido las margaritas silvestres, y este año lo han hecho sin
mí. Los patitos del lago nadarán alegres en sus primeros días de
vida y cuando llegue a verlos no los distinguiré de los adultos,
todos habrán alcanzado el mismo tamaño. Pienso en tantas cosas que
siguen su curso, sin necesitarme ni añorarme, no soy necesaria en
casi ningún sitio.
Veo
el cambio de los días porque tengo ventanas, eso afortunadamente y
por mi salud, sé que del otro lado hay una vida que me estoy
perdiendo. Nunca estuve tan encerrada, tan alejada de lo que me
rodea. Cuando salga será como el regreso de un viaje, en el que
ansiosa me gusta comprobar lo que ha cambiado y lo que no, solo que
esta vez la que más habré cambiado seré yo, vivir tanto, tan duro
y tan rápido hace que un trocito del corazón se carbonice para
siempre y no vuelva a regenerarse nunca.
Lo
más extraño es que no tengo ganas de llorar, motivos hay, no quiero
detenerme, dejar de hacer, pararme, sensibilizarme, rozar siquiera la
realidad con todos los sentidos a un tiempo... porque cada vez que os
veo la mirada triste, perdida, el ánimo bajo, la cabeza gacha... me
entran unas ganas tremendas de gritar, de romper cosas, de abrazaros
muy fuerte, y no lo hago porque sé que lloraremos, lo que no
soluciona nada y además habremos de admitir que tenemos miedo y si
lo decimos en voz alta se hará fuerte y se colgará de la lampara
para saltarnos encima en cualquier momento y debilitarnos.
Estamos
construyendo una fortaleza, cuesta un mundo lograrlo, a base de
costumbres tontas, de no salirnos de nuestros horarios, de darle
importancia a las pequeñas cosas, de rutinas rancias, de recuerdos
sólidos, de normas rígidas, de planes futuros, de listas eternas,
de todo lo que aunque no mate al miedo lo hace pequeñito, lo anula a
grandes ratos y casi logra que lo olvidemos entre risas: ¿mañana
tampoco abren la peluquería? No mamá, mañana tampoco, ¡pues vaya
con la mierda del encierro, que cuando pueda salir voy a ir con pelos
de loca!
María Caballero
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