Mientras
charlamos, mi amigo me suelta que me va a apuntar para un café sin
falta en cuanto salgamos de ésta. Llevamos varios años con uno
pendiente que nunca llegó, no sé si por no tener tiempo o por no
sacar ganas. Hoy nos tomaríamos con gusto uno de esos malillos, muy
aguados, con color clarito, incluso sin azúcar, en un bareto de olor
a rancio y luz mortecina, nos parecería el mejor manjar de palacio.
Pese a la no coincidencia en espacios nos une más de lo que nos
separa, un día sacamos intimidades, miedos y rabias que casi nadie
sabe, y no fruto del alcohol, fue gracias a la luna y a paseos
infinitos que no tenían destino pero sí sentido, porque cuando la
charla es buena, da igual darle cuatro vueltas completas a la Gran
Vía a las dos de la madrugada, lo que cuesta es dejar de hacerlo y
que se rompa el hechizo.
A
ver si nos vemos, a ver si quedamos... íbamos soltando todos, deseos
en el fondo del tintero que nunca fueron, quebrados en un parón,
detenidos por un confinamiento que rima con resentimiento y también
con agradecimiento, hacia esos cafés eternos que empiezan a las
cinco y duran hasta las siete, que nos han salvado de más de un
naufragio emocional, delante de los cuales hemos anunciado buenas
noticias, inventado planes, reído hasta el dolor o disfrutado de los
primeros tímidos rayos de sol primaveral.
A
mí apúntame al primer café que podamos tomarnos fuera juntos, bien
caliente, muy cargado, al café invito yo, tú vente con la charla y
la paciencia suficiente para que ese negro café nos dure dos horas o
tres.
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