Madrid,
24 de julio de 2015
Este Blog nació el 25 de
marzo de 2013. La idea inicial fue publicar la carrera que en esos días iba a
correr y, a continuación, contaros un poco cómo habían sido mis inicios como
corredora popular. Andaba inmersa en tanta actividad que un post llevó a otro y
a otro… nunca encontré el momento de escribir una presentación sobre mí.
Ahora, puede que sea tarde. Al
no dormir nunca la siesta, esas horas sofocantes de verano, las utilizo para
estas reflexiones.
Coincidir con compañeros del
colegio está genial, hacemos repaso de los que seguimos viendo, de aquéllos que
hacen como si no nos conociesen de nada y sacamos, solo un poco, la vena mala,
comparando quiénes se conservan mejor que nosotros y quiénes ni parecen de nuestra
misma edad. Hace unos días, junto con el ¿te acuerdas de todo lo que hicimos
juntas en el cole?, comenzó a tintinear en mi cabeza un recuerdo que llevaba
ahí dormido tantos años que sigo sorprendida de que reapareciese sin llamarlo,
gracias a él, y aunque no lo parezca, debo confesaros que soy de las que un día dijo, haré cualquier cosa antes que correr, y
es que hubo un tiempo en que no solo no me gustaba, es que aborrecía esta
actividad.
Con el final de curso
llegaba la fiesta, más que para nosotros, para nuestros padres, que se iban a
pasar tres meses soportándonos. Lo habitual era preparar una obra de teatro,
alguna pieza musical, una exposición…. hasta que apareció un joven y fornido
profesor de gimnasia, lo que ya todos llamamos educación física, que ideó las
carreras por relevos para divertir a nuestros progenitores y vecinos de los
alrededores. Unos meses antes de concluir las clases lanzó la idea, el director
la apoyó, y los chicos enloquecieron con su propuesta. A las chicas se nos
quedó cara de: no cuentes con nosotras. Debimos pensar en bloque que no nos
apetecía en absoluto culminar el último día sudadas, despeinadas, jadeantes y
congestionadas… y más aún, delante de tanta gente. Era la edad de presumir y
lucir divinas, no de afearnos más allá de lo natural en cada una.
Los
entrenamientos fueron geniales, teníamos catorce años y todas las ganas de
fastidiar a nuestro “Sansón”. Se paraba la clase cada dos por tres porque a una
se le salía la zapatilla y no la encontraba; a otra se le soltaba la coleta;
aquélla creía haber escuchado a su madre llamarla del otro lado de la valla…
Nos ganamos el mayor de los castigos el día en el que escondimos un testigo y
no apareció, amenazaron con quitarnos un punto en la nota media de curso, y nos
dio igual, ¡éramos un equipo! Más tarde, ¡qué risas en el parque!, portando el
testigo de trofeo, parodiando al profe, a punto de llorar de rabia, odiando
correr.
Hubo compañeros que se
encargaron de acordonar la zona exterior del colegio para que el público y los
transeúntes no entorpeciesen la prueba. Otros controlaban que los corredores no
hiciésemos trampas y que cada uno de nosotros daba dos vueltas antes de pasar
el relevo a otro compañero. A mí me iba cualquier papel menos el de corredora. El
musculitos repartió las tareas fastidiando a todo el mundo. Los que se morían
por correr, y además lo hacían bien, se vieron obligados a permanecer quietos sobre
un trozo de acera. Yo que me quejé, amenacé con no aparecer el día de la
carrera y llegaba con ojos llenos de ira a gimnasia, tuve el privilegio de
terminar los relevos de mi equipo, cargarme con toda la presión:
- ¡Corre más, tía, que te va
ganando Santi, con lo gordo que está!
- María, no te estás
esforzando nada, puedes correr más, nos vas a hacer perder…
¡Ese día odié con todas mis
fuerzas correr!, pese a que todo el mundo nos felicitó, y ¡vaya panzada a besos
que nos llevamos! Incluso el director nos devolvió el punto arrebatado por
malévolas.
Al gimnasio acudíamos para entrenar
las volteretas, el pino, saltar el plinto… No para correr, eso lo hacíamos en
cualquier momento, nos salía sin más, formaba parte de nosotros. Siempre corríamos
por placer, como obligación no lo entendíamos.
Ya que había salido esta
historia, rebusqué, y saqué a tirones, otra en la que también corría con mal
gesto y ganas de no tener que hacerlo nunca más.
Tras las vacaciones de
verano, llegó el instituto, y ahí el profesor de educación física bien podría
haber sido el padre del que se quedó en el cole. Eso sí, con el doble de edad,
más músculos y peor mala leche aún. Todas sus clases comenzaban corriendo, para
calentar decía, a pleno sol, o por la zona del patio donde zumbaba más el aire,
dependiendo de la estación del año. El marcaba un número de vueltas y quien se
quejaba las doblaba, así, dictatorialmente, y lo más genial es que leía la
mente, miraba a alguien fijamente y soltaba un: ¡tú hoy triple, verás que al
final te va a gustar esto…! ¡Señor, si no movíamos ni un músculo de la cara,
casi ni respirábamos! Ahora que vamos tomando confianza, debo confesaros que en
ese curso me juré que no volvía a correr ni por necesidad. Y me pasé años sin
hacerlo, no corría ni por perder el autobús, incluso yendo con la hora ajustada,
¡ya vendrá otro! La gente batía sus marcas escaleras abajo en el metro, y yo
tranquilamente… ¿Tú nunca te aceleras? Sí me acelero, pero no corro, ¡porque no
me gusta correr, se suda, cansa, y es un coñazo!
Muchos años después, pasé de
no querer correr, a no desear dejar de hacerlo. Los inicios como corredora
popular han sido duros, dolorosos, a veces muy frustrantes. Pudiendo comenzar
con toda la clase, con estilo, lo hice de la forma más patética posible. Os lo contaré
en la siguiente entrega, en:
Si es que no se puede saber nunca que acabaremos haciendo. Yo en mis tiempos mozos estaba en un equipo de baloncesto y he de reconocer que lo del calentamiento alrededor de la pista tambien lo llevaba fatal.
ResponderEliminar